lunes, 10 de diciembre de 2012

Gaziel, director de La Vanguardia: Su visión de los hechos de Octubre en Barcelona

GAZIEL: PARA LOS CATALANES DE MAÑANA


Apuntes de una noche inolvidable, t
omados al hilo de los acontecimientos durante las jornadas de los días
4, 5,6 y 7 de octubre de 1934






JUEVES, DÍA 4.    A las seis y cuarto o seis y media de la tarde, estando yo en mi despacho, me entran la lista del nuevo Gobierno Lerroux, que acaban de trasmitir los teletipos de la Delegación de LA VANGUARDIA en Madrid. En seguida me digo: esto va a ser el botafuego. A los elementos exaltados de la Generalidad, ese gobierno, que nada tiene de temible, les va a hacer el mismo efecto que le hace a un toro un trapo rojo. Me quedo largo rato perplejo. Tengo com puesto, en pruebas, encima de la mesa, un articulo mío, escrito para mañana viernes. Se titula Las armas de la Generalidad, y lo he escrito expresamente ante los anuncios bélicos, a mi juicio catastróficos, que me traen, mis informadores cerca del  Gobierno de Cataluña. En ese artículo defiendo un criterio diametralmente opuesto al que parece va dominando por momentos en ia Generalidad. ¿Qué hacer? Si lo publico, según como vayan las cosas me expongo a que me acusen — como otras tantas veces — de derrotista, de mal patriota. Pero, la hora es demasiado grave. Mi deber de catalán, mi honradez de publicista son claros. Aprieto el botón de un timbre. Entra un ordenanza. Le doy las pruebas de mi artículo: «Que se publique mañana».


VIERNES,
5.   Paro general, dispuesto por elementos al servicio del Gobierno de Cataluña. Cosa nunca vista, un paro de esta clase, organizado por el Poder publico. En fin: desde mi casa de Sarria hay que bajar a Barcelona. No circulan trenes ni tranvías. Apenas algún taxi. Bajo en un auto de alquiler, que casualmente lleva patente particular y parece un coche propio. A pesar de ello, en la calle de Balmes. ante la Confederación de la Industria Taxista, nos detienen en forma destemplada. Aducimos algunas razones y, mientras vacilan, continuamos.



Llego al periódico. Recibo informes toda la mañana. Las cosas parecen agrávarse. En la Generalidad hay un optimismo, una actividad, una fiebre realmente extraordinarios. A la hora convenida para volver a casa, no encuentro en la calle mi uto de alquiler. ¿No habrá podido venir? ¿Le habrá ocurrido algo? Apenas circula algún vehículo. Las caites rebosan de gente que sale de los despachos medio cerrados o viene de «ver qué pasa», y se dirige a comer. Yo no puedo i. a Sarria, para volver por la tarde y regresar por la noche, siempre andando. Comeré en el restorán. Imposible: todo está errado. Llamo en algunos establecimientos. No me contestan. Incluso en varios hoteles veo las sillas del  comedor encima de las mesas. Un detalle admirable: sólo están abiertos los estancos Solución: comeré algo en el periódico mismo. En una taberna vecina, que está en la calle de Tallers. Y, en efecto, de allí me traen un par de platos populares. Pero lo extra ordinario son los postres.
Estaba terminando de comer, cuando se me presentan, como llovidos del cielo, cinco hombres con otras tantas pistolas. Uno lleva pantalón corto y polainas; otro viste de mecánico, y los demás, como obreros  cualesquiera. ¿Por dónde han venido? No sé. ¿Quiénes son? Tampoco. Pero lo que quieren  es indudable- apuntándonos unas arma? Magníficas, unas estupendas pistolas de repetición, nos echan materialmente a la calle, a todos cuantos nos hallamos en el periódico, con gestos harto expresivos y frases poco corteses. Y nada más. Pues. señor: sí que se están poniendo bien las cosas. Damos una vuelta hasta la plaza de la Universidad y volvemos al periódico. No habrá manera de sacarlo mañana. Los obreros han recibido orden de paro. Se hacen difíciles las comunicaciones. Digo a todo el personal que se retire, y a las siete de la tarde me voy también a mi casa, hasta Sarria andando Ls ralle de Muntaner v el Paseo de la Bonanova, casi desiertos El
alumbrado brilla en la noche serena, demasiado bochornosa, casi de verano todavía. El aire sólo sopla a intervalos De los jardincitos que rodean las «torres» vienen ráfagas perfumadas de jazmín invisible. Después de cenar escuchamos lo que dice la radio. La emisora de Radio-Barcelona, informada por la Generalidad, esparce no ticias graves, de Eibar, Mieres, Medina de Ríoseco, El Ferrol, Cartagena, etc. En Madrid la situación no es muy clara. ¿Qué habrá de todo eso?...

SÁBADO, 6.   A primera hora la radio sigue dando noticias parecidas a las de anoche. Bajo al centro de Barcelona, hasta LA VANGUARDIA, a pie. Las cosas van empeorando durante la mañana. En las calles , rola mucha menos gente que ayer. El paro prosigue y se intensifica, por orden gubernativa. A las doce y cuarto, estando en mi despacho, solo, en la casi  completa soledad de los talleres y oficinas del periódico, oigo inesperadamente, por el aparato de radio, que el consejero de Gobernación, señor Dencás, anuncia la salida a la calle de los somatenes adictos a la
Esquerra, para que garanticen, dice, el orden público contra la F. A. 1. ¿Contra la F. A. I.? Me quedo pensando qué habrá en el fondo de esa extraña orden. Esto se pone feo. A las dos menos cuarto me voy a comer a casa de mis amigos S., que viven en el Ensanche, para no tener yo que ir a Sarria. Subiendo por el paseo de Gracia "me encuentro, en el cruce con la Granvía, frente a la Horchatería Valenciana, a un grupo de somatenistas recién salidos a la calle. Van sin orden alguno y llevan las armas como mejor les parece. Un pasante dice con admiración: «Todas son Winchester». Un poco más arriba, exactamente ante el edificio de Lliga Catalana, veo bajar por el paseo central un automóvil descubierto, a gran velocidad. Lleva dos hombres delante
y dos detrás. La carrocería es de color oscuro, con un ribete rojo, y tiene plegada la capota gris. El hombre que va en el asiento de atrás, a la derecha, es Badía, el famoso es jefe de los servicios de policía de la Generalidad. Con la cabeza descubierta y los cabellos negros, echados al viento, su cara enjuta v morena tiene una expresión satisfecha, casi risueña, de mando resuelto y de seguridad en sf mismo... Un poco más arriba del paseo, ante el Circulo Ecuestre, hay un numeroso grupo de socios a la puerta, mirando todavía, como embobados, hacia el auto que desapareció a lo lejos. Llego con retraso a casa de mis amigos que me esperan para comer. Y apenas entro, mis informadores me llaman al teléfono. Las noticias son francamente malas.

Dencás — me aseguran — ha desbordado a Companys (que, según dicen, se enteró de la salida a la calle del somatén armado, hasta que ya estaba hecha); pero Badía está desbordando a Dencás y es el verdadero dueño del momento. Los elementos de la Alianza Obrera, por su parte, han entrado en gran actividad, requisando todos los autos particulares que encuentran e instalándose en algunos edificios ajenos, como el antiguo local del Fomento. A los pocos minutos, jtra llamada. Mi informador me asegura, esta vez, que «los de la Generalidad van a jugar fuerte» Entre cuatro y cinco de la tarde se espera una de claración sensacional Yo me resisto a la noticia: todavía creo en el seny catalán..

 Después de comer, unos amigos me llevan en auto a mi casa. Tarde interminable No puedo hacer nada, ni leer, ni  distraerme. Un desasosiego interior me atormenta con insidiosos, con indefinible!? Presentimientos. Me siento junto al luminoso ventanal abierto. Desde las alturas de mi  casa diviso a Barcelona extendida a los pies de Montjuich, con una ancha franja de mar a ambos lados de la montaña y el cielo inmenso abierto encima. No sé por qué me quedo varia? veces absorto, contemplando ese panorama familiar, archisabido, que veo todos los días, pero que hoy parece tener un significado misterioso, profundo distinto del ordinario. A cada momento me levanto. Se me ha estropeado el teléfono.         Estoy, pues, incomunicado. Entonces me refugio en la radio, al acecho de la declaración anunciada, que se va retrasando de hora en hora. Por fin, al atardecer, nos dicen que el Presidente de Cataluña hablará al pueblo a las ocho desde el balcón de la. Generalidad. Salgo a dar un paseo, para distraer la impaciencia y, a las ocho en punto, estov de vuelta v ante el aparato.
No se hacen esperar mucho Conectan con el propio balcón de la Generalidad. La silen ciosa estancia donde yo escucho se  nunda de un bronco rumor, como de hervidero humano. Es el gentío apiñado en la plaza de la República. Miro al paisaje, aguardando. La masa  de la ciudad, lejana aparece inmóvil, serena, bajo la noche en calma. Parece mentira que de aquel fondo plácido pueda brotar ese rumor de marejada ardiente. Se oyen pasos. Alguien se acerca al balcón. Es el: el Presidente. Es Companys. Una estrepitosa ovación saluda su presencia ante el pueblo. Alguien le habla al lado, en voz baja, en tono vivo, como si le azuzara. Y la voz característica del Presidente, con su acento leridano, se alza en medio de un silencio imponente: Catalans!... Habla fuerte, habla tan claro, tan firme, que seguramente está leyendo lo que dice. Y sus palabras son como otros tantos relámpagos. Proclama el Estado Catalán dentro de la República Federal Española, ofrece asilo al Gobierno provisional que se forme y, finalmente, rompe las relaciones con el Gobierno de Madrid. Es algo formidable. Mientras escucho me parece como si estuviera soñando.

Eso es, ni más ni menos, una declaración de guerra. ¡Y una declaración de guerra — que equivale a jugárselo todo, audazmente, temerariamente, — en el preciso instante en que Cataluña, tras largos siglos de sumisión había logrado, sin riesgo alguno, gracias a la República y a la Autonomía, una posición incomparable dentro de España, hasta erigir se en su verdadero arbitro, hasta el punto de poder jugar con sus gobiernos com le daba la gana! ¿En estas circunstancias la Generalidad declara la sruerra, esto es. fuerza a la violencia al gobierno de Madrid, cuando jamás el Gobierno de Madrid se atrevió ni  se habría atrevido a hacer lo mismo con ella Y eso, ¿por qué? Por una República Federal Española que nadie pide,en España cuando menos ahora, y por un Estado Ca
talán que, dada ya la existencia de la Generalidad, no se necesita para nada...

Estoy bañado en sudor, realmente aterrado. Y luego me doy cuenta, porque ya no escucho, de que han quitado la   comunicación con el palacio presidencial.  Me levanto casi tambaleando, como el hombre a quien acaban de dar varios mazazos en la frente. ¿Era, pues, verdad? Esto ya no tiene remedio. Y como creo conocer un poco a Companys, y no le tengo por loco, ni menos por imbécil, me digo que cuando él ha hablado así, de tan espantosa manera, con sus razones contará y con  sus medios a mano, seguros, infalibles. Y entonces me asusto más todavía, porque me digo que sin duda nos aguardan terribles acóntecimientos, una verdadera guerra civil, larga, feroz e incalculable...

Después de hacer como que cenamos,  vuelvo a escuchar la radio. No dice nada interesante. [Y algo debe ocurrir, sin embargo, por esos mundos de Dios! Pero he ahí que, a las diez y media, bruscamente, iios anuncian que las tropas del Gobierno de Madrid han intentado asaltar la Consejería de Gobernación, pero han sido rechazadas. ¡Ah, Dios mío! ¡Ya se armó la cosa!  Entonces comienza la noche terrible, !a trágica noche que los catalanes podremos olvidar jamás. Lo digo sin exagerar lo más mínimo- la peor noche de mi vida. Una vela espantosa, hasta rendirme, hasta extenuarme, ante ese aparato infernal, pendiente de las cosas fantásticas, monstruosas enloquecedoras, que de él van brotando. Nunca sentí con tanta fuerza, ni con tal impotencia de mi parte, la pesadumbre abrumadora de un destino adverso.

 Poco después del primer ataque, anuncian otro al Palacio de la Generalidad. Esta vez, a través del micrófono, mezcladas con las palabras, oímos claramente el crepitar de las descargas. Mientras escucho el combate invisible, por el amplio ventanal de mi estancia, abierto a la frescura de la noche, oigo las mismas detonaciones, pero en otro plano y en tono distinto resonando a lo lejos, en el seno de la oscura masa urbana sumida en la sombra y salpicada de puntos de luz. Viene del fondo un rumor retumbante. Y, en seguida, la radio anuncia que la artillería está bombardeando el
Centre de Dependents, en la Rambla de Santa Mónica. Pero nos dicen que también los artilleros han sido puestos a raya y que las fuerzas de la Generalidad triunfan en todas partes. No lo entiendo bien, ni puedo figurármelo, pero sigo escuchando con el alma pendiente de un hilo.
Empiezan las horas de locura. Cada cinco o diez minutos, en un tono exaltado y nervioso, en sensible crescendo, nos van dando noticias. La Generalidad sigue dominando v triunfando, pero no calla ni un segundo ¿Cómo es posible combatir, o dirigir el combate, y al mismo tiempo charlar de ese modo casi delirante? No nos dejan ni reflexionar. Cuando no hablan, tocan discos de
gramófono. Hay una contradicción angustiosa entre el escándalo que levanta la radio y esa seré
nidad profunda de la noche obre la ciudad. Diríase que Barcelona, vista de lejos, está en calma, y que la fiebre que sentimos se debe tan sólo a esa caja demente que nos lanza discursos inflamados sardanas, rumor de  descargas y boletines de victoria.
La Santa Espina, Els Segadors, La Marsettesa, El Virolni. El Cant de la Senyera, con sus voces

vibrantes o melancólicas, de hombres, mujeres y niños - esas voces amadas del Orfeó Cátala -, procuran entusiasmarnos o distraernos, pero en realidad sólo consiguen aturdimos espantosamente.
Eso es, en efecto, algo que no debe haber ocurrido nunca en el mundo, ni en Sudamérica, ni en los Balcanes, ni en China: un combate decisivo, a sangre y fuego, en el que se juega el presente de todo un país, y que se va dando por radio, entre alocuciones frenéticas y discos de gramófono. Si yo
no lo hubiese vivido, no lo creería; pero las cosas ocurrían, por ejemplo, asi:       Catalans! —'
decía de pronto el 

speaker—. Catalans! Catalans!... Atenció! Atenció!... Us va a parlar el Conseller de Governació de la Generalitat de Catalunya». Y, en efecto, el general en jefe de las tropas catalanas se ponía al micrófono, dos, cinco, diez veces, y decía cosas como estas: Catalans! Les tropes del Govern monarquitzant i feixista han provat d'assaltar la Cancillería de Governació i la Generalitat, però han estat retxassades  (sic) victoriosament. Visca Catalunya!» Pero más tarde, a medida que avanzaba la noche y crecía
la angustia de los radioescuchas,
Consejero
comenzó a gritar por la radio:
«Catáfunsl
Dempeus! Catalans! Alreu-vos en arjnAsín

Pero, ¿para qué? ¿No estaban va alzados, a
aquellas horas, cuantos debían alzarse? Probablemente
no, porque el extraño general
que peroraba, más que combatía, continuaba
llamando con la mayor urgencia a los socialistas,
a los «rabassaires», a todo el que
quisiera darse por aludido, hasta a, los
comunistas.
¿Un hombre de gobierno, pidiendo auxilio
a los comunistas?... Poco después, con voz
ya extenuada, se dirigían verdaderos y c'ñros
llamamientos a los pueblos cercanos a Barcelona,
para que mandasen a toda prisa refuerzas.
¿Refuerzos a los vencedores? ¿Y cómo
podían venir, a altas horas de la noche, sin
saber qué hacer, y dónde ni a quién..dirigirse?...
Y así estábamos, millares de catalanes,
desconcertados y embrutecidos, oyendo rosas
descomunables y sin poder hacer nada. Y lo
más terrible es que, después de las noticias
o las alocuciones tremendas, el
speaker decía


con una naturalidad espeluznante: «Vamos a
continuar con
Les Flors de Maig, de Clavé».
Y, en efecto: de aquel abismo sonoro, al que
estábamos asomados con el alma entera, desde
hacía diez horas, mirando qué se decidía
en su fondo vertiginoso, si la ruina o la
salvación de la patria, surgían, insoportable?,
horribles, como mofas o blasfemias, ninas
voces melifluas cantando:
Sota d'un salzer
sentada una nina...
Yo creo que nunca más


podré escuchar, sin un estremecimiento de
horror instintivo, esas abominables melodías.
Llegó un momento, ya a altas horas de la
noche, en que el Consejero parecía poseído
materialmente de una suerte de
delirinm
tremens
revolucionario. Llamaba a los catalanes,
llamaba a los demás españoles, llamaba
a las sombras de la noche, y las llamaba
en castellano, con voces embarulladas y febricitantes.
Una vez, acabó dando un gran
«|Viva España!», y en torno a ese grito resonaron
nerviosos aplausos. ¿De quienes?... Yo
no podía más.
A las tres y media oí vagamente que todos
los concejales estaban reunidos en el Ayuntamiento,
para tomar .cnerdos. También dijeron
— y esto ya lo recuerdo como en el
final de una pesadilla espantosa que los
«nuestros» habían tenido sólo nueve bajas y
«el enemigo» muchísimas más; y, finalmente,
que las fuerzas de la Generalidad habían
copado un pelotón de soldados, haciendo
treinta prisioneros, «que han sido desarmados
v tratados como prisioneros de guerra».
Seguían los discos, y yo, rendido de cansancio
— desde las cuatro de la tarde de ayer,
hacía doce horas, estaba escuchando la radio—,
corté la comunicación y me quedé
dormido en mi asiento.

DOMINGO, 7. — ¿Dormido? No sé. Pero
una hora después, a eso de las cinco y cuarto,
la primera luz del alba, entrando por el
ventanal abierto — que dejé oscuro, y ahora
veo lleno de pálida luz—, me despierta con
sobresalto. Un silencio asombroso. Me levanto.
Me asomo a la barandilla. Mir.o hacia
Barcelona. Una franja de cielo rojizo detrás
de Montjuich. Una colcha de vaho y de niebla
caliginosa, sobre la ciudad extendida. Ya
sólo brillan tres o cuatro luces entre el caserío.
Las fachadas lejanas tienen la palidez
mate del amanecer. Escucho atentamente:
ni el más leve ruido. Todo está callado, todo
está desierto. Dos pájaros vuelan sin remover
el aire, por el paseo de la Bonanova, de
árbol en árbol Miro al aparato de radio a
la caja infernal. ¿Qué pasará? ¿Qué habrá
ocurrido en esa hora escasa que he dormido'
Temo saberlo. Pero el silencio es también
otro tormento. Me acerco al conmutador. Le
doy vuelta. Se enciende la lamparilla mágica.
El corazón me tiembla, como el pulso Tin
leve chasquido y laquí está la misteriosa
onda sonora! ¿Qué dice? Está mal regulada:
no entiendo. Manejo las claves v... isanto
Dios! uiTodavía están cantando!'
1 Es* inexplicable


Oigo
Los Pesradors, de Clavé, la;
Fulles seques,
de Morera el Himno dp Éuzcadi,
una alborada calleen Rstov espiando lo
que dirá el

sveaUer de^puéR ñe rada nie^a.
Pero el
avpakpr fon voz enronquerirla y
aliento exhausto es el mismo de anoche,
está ahí. romo vo, desde a ver— a' terminar
un disco se limita a declarar cruelmente:

"Acabem d'oir
Els Segadora. Ara oirem La


Santa Espina» Y repite lo mismo en castellano.
iNada más!
La muíMquilla me destroza el alma Pero
¿cómo suprimirla? Si la quito, me exponen a.
perder la palabra reveladora la noticia
anhelada. Soy como un miserable condenado
a atravesar con pies desraizo? nt banro de
ostras perleras oue le hieren \ desgarran
las plantas con sus cortante? aristas, v con
todo, no sabe, no puede dejar de i • pisándolas
y abriéndolas de nnn en una, temeroso
(Continua

LA VANGUARDIA-NOTA DEL DÍA,  9 de octubre del 1934
El desastroso epílogo
      (Gaziel, director de La Vanguardia)

A no ser por la piedad debida a todos los vencidos, y muy en especial si son hermanos nuestros, rio habría palabras para caiificar a los autores de la abominación cometida entre la noche del día ti y el día 7 de octubre, tía sido un caso inaudito de demencia de un poder público. Estaba reservada a nuestro país, a esta desgraciada Cataluña, la triste suerte de ver a un gobierno legítimo organizar a viva fuerza un paro general, mantenerlo cuarenta y ocho horas y, finalmente, tratar de convertirlo en una intentona de subversión revolucionaria, sin pies ni cabeza, en colaboración con toda clase de enemigos del orden social y entre verborrea radiada y discos de gramófono. ¡Ah, esos hombres! Cataluña bien puede gritarles, desde el fondo de su actual postración, tras la tremenda caída: ¿Qué habéis hecho del tesoro de confianza que un día mi pueblo depositó en vosotros? ¿Qué hicisteis de mi autonomía? ¿Qué habéis hecho de mi?...

No hay justificación posible a lo ocurrido, como no sea la de la más auténtica locura. No puede explicarse políticamente, porque para discrepar del Gobierno central y hasta para combatirlo, si lo estimaba necesario, no había ninguna necesidad de que el Gobierno autónomo se alzase en armas, pues donde precisamente los gobiernos se derriban con más facilidad es en el terreno  parlamentario y con posiciones políticas, no eñ la calle y con barricadas anacrónicas. Tampoco la cosa tiene ni siquiera esa justificación relativa que podriajnos llamar técnica, revolucionaria, porque para intentar algo como lo que se pretendía hacer, es necesario contar de antemano con un mínimo de organización y con fuerzas que al menos vagamente se equilibren y puedan medirse con las que, sin duda alguna, habrá de oponer a ellas el Estado agredido. Y aquí se ha visto y demostrado que no habia absolutamente nada, que faltaba todo, porque el tot o res era realmente res: nada. Pero, patrióticamente, desde el punto de vista catalán puro, eso, no sólo no tiene justificación alguna, sino que lo archíjustificado es todo lo contrarío, porque los ideales y la realidad de Cataluña, iluminados por los terribles reflectores de una monstruosa incapacidad semejante, sufren en toda España, en todo el mundo y — lo que es más sensible - en el corazón mismo de un inmenso número de catalanes, una depreciación irreparable. Así como hay hombres que, en una noche de horror, encanecen súbitamente, Cataluña, con su ideal de autonomía, en la noche del 6 al 7 de octubre envejeció de manera espantosa.

Y ahora, ¿qué? La voz profunda, que brota de las entrañas de esta pobre y maltrecha tierra nuestra, está clamando en un ronco sollozo: «Hijos míos, ¿qué habéis hecho de mí?» Y en esta hora horrible la única reparación digna de nuestra madre seria besarla amorosamente en la frente, todos los que para nada la manchamos, todos los que no enloquecimos; levantarla del suelo donde yace, entre sangre de sus hijos y sangre de hermanos, y jurarle de verdad que nunca mtí. la mayoría de los catalanes volverá a delegar su representación en débiles, en incapaces, en improvisados, en simples demagogos frenéticos, en verdaderos vesánicos. Esto que ha ocurrido es el lógico, el previsto, el fatal, el desastroso epílogo a un largo y profundo proceso de descomposición política, en la que los aventureros han terminado por arrinconar a los responsables, y los dementes a los cuerdos. Repetidas veces lo dijimos y anunciamos: esto acabará mal. Consumatum est! Ya está probado. ¡Si al menos jurásemos que no volverá a ocurrir nunca más! Si lo jurásemos y lo cumpliésemos, pues, ¿de que servirá esta amarga, esta insoportable, esta humillante demostración, si no sirve de escarmiento para lo venidero?



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